Día 33 - La vuelta sin la vuelta

Sin temor a equivocarnos, esta crónica seguramente estará entre las más chotas de las tantas que hemos publicado. A esta altura del viaje, mientras seguimos recorriendo kilómetros, mal dormidos, mal comidos y mal cogidos (?), lo que no sobra es el tiempo para ponernos a escribir. Tampoco las ganas. Es muy probable que en unas horas o en unos días, cuando nos baje la calentura por la copa perdida y ya estemos en nuestras casas, cada uno de nosotros publicará lo que vivimos en este tremendo viaje, intenso, repleto de cosas para contar, con muchas situaciones que no imaginábamos, como Argentina jugando una final.

Tampoco imaginábamos levantarnos a las 6:30 AM para subir el Corcovado, conocer el Cristo Redentor y posar en la típica postal turista friendly. Pero lo hicimos, porque estábamos en Río de Janeiro. Y "es un Mundial", la frase que justifica todo.

Y a pesar de que es (era) un Mundial, no imaginamos nunca (por lo menos quien escribe este texto) volver a recuperar esa sensación de nervios o de cagazo absoluto en la previa de un partido. De repente, todo lo maravilloso que había sido el viaje, quedaba reducido a un resultado deportivo. Porque eso es también el fútbol. La gloria o la mierda misma. Al menos por un rato, hasta que recapacitamos y nos damos cuenta de que el fútbol es mucho más que eso. Pero no es ahora el momento para pensar en frío.

Sin entradas para la final (no íbamos a pagar una locura, entre otras cosas, porque no teníamos la guita), decidimos verlo en el fan fest de Copacabana, ubicado en la playa. Después de hacer 40 minutos de cola para entrar, nos arrepentimos. Había 20 mil personas, la mayoría argentinos. Queríamos verlo en un lugar donde se sintiera más la rivalidad. Y de paso, escaparnos de ahí para meternos al mar. El día lo ameritaba. 

Después de bañarnos y ver algunos ojetes (el día lo ameritaba), elegimos uno de los tantos barcitos que están sobre la rambla. Faltaban dos horas, todavía había lugar. Con el correr del tiempo, empezaron a llegar los alemanes de Alemania del Morro. Garotos con camisetas germanas, meninas con la cara pintada de amarillo, rojo y negro. Los mismos colores que le pintaron la cara a su Selección unos días antes. 

Nosotros, los argentinos, no éramos más de 10. Y ahí, en ese reducto totalmente visitante, sufrimos como unos hijos de puta, nos quedamos afónicos gritando por Higuaín (por el gol anulado también, pero mucho más por el resto de las jugadas). Para colmo, un brasileño que hacía panqueques (la especialidad, hoy por hoy en estas tierras) nos boqueaba desde atrás de una barra, agitando por Alemania. Sí, bardeaba a los clientes. La patria grande manda saludos. 

Cuando llegó el gol de ellos, la cosa se tornó insoportable. Aguantamos hasta el final del partido y cuando todo acabó, hicimos lo que teníamos que hacer: chuparnos todo e irnos sin pagar. Si no podemos ganar en la cancha, al menos ganamos afuera. Que lo pague el boludo de los panqueques. 

Perder una final del mundo es lo peor que te puede pasar cuando jugás una final del mundo. No es mucho más que eso, pero no deja de tirarnos para abajo. Hoy no es el día de hacer balances. Hoy es el día de armar los bolsos y pegar la vuelta. Sin la vuelta. Porque el fútbol es hermoso, pero también es una mierda.